Suena música cristiana en el Club Comercial. A poco más de una semana de la tragedia en la que dos habitantes de la capital de Limarí perdieran la vida en un accidente automovilístico cuando se dirigían a prestar ayuda a los damnificados del norte del país luego del feroz temporal, el dolor todavía se siente en el ambiente. Es que el legado solidario que dejaron las funcionarias del Serviu, Anyela Salinas (37) y María Loreto Araya (31) parece ir creciendo a medida que los días transcurren y con ello, también el orgullo de sus familiares. Sí, aquellos que las vieron partir y cuyo dolor implacable, ese de la muerte, parece mitigarse cuando se dan cuenta que las dos mujeres fueron el ejemplo perfecto de la nobleza que implica ayudar al otro, eso que define la ternura de los pueblos.
Fuimos hasta allá. A Ovalle, frente a la plaza. Quisimos conocer las historias de las funcionarias públicas, las de ambas. Sólo pudimos encontrar una, la de Anyela, la mayor de las fallecidas, trabajadora social del Serviu y allí estaba. En el local donde la música cristiana continúa sonando, emotiva, tranquilizadora, vestida de esperanza para los que no quieren perderla pese a la desgracia inexorable que, sin tocar la puerta, llegó y entró como bandido, por la ventana.
Su padre Ramón y su hermano Cristian nos esperan. Vestidos de riguroso negro, conmueve el valor con el que han enfrentado el duelo y su relato a ratos estremece. Allí estaban los dos queriendo contar su historia, la de una familia de esfuerzo y en particular la de su hija y hermana que ya no está y la que, según afirman, más ejemplificaba el pundonor de los Salinas.
LA ÚLTIMA VEZ
La vio por última vez el día anterior a la tragedia. No estaba en sus planes, pero ella insistió en que debía pasar por su oficina el día miércoles para entregarle un documento, porque se ausentaría de la ciudad los próximos dos días. El padre de Anyela, Ramón, recuerda cada detalle de esa visita a las dependencias de las oficinas del Serviu en Ovalle. Reconoce que tuvo un presentimiento, que había algo en el rostro de su hija que lo dejó pensando, pero en ese momento no supo descifrar aquellas sensaciones que horas más tarde adquirirían sentido. “Tenía que pasar a buscar un papel que ella me estaba haciendo, pero no era urgente. Cuando me dijo que tenía que viajar yo le dije que me lo entregara cuando volviera, pero me insistió en que tenía que ser ese día, antes de que se fuera al norte, así que fui. Hablamos un poco, no mucho y yo noté que su tono era diferente, como muy calmada. Su carita estaba como con pena. No le pregunté nada. Me contó del viaje que iba a hacer y me dijo que estaba feliz, porque desde que había pasado lo del temporal que quería ir al lugar, pero no había podido. Yo le dije que se cuidara, que la quería mucho y me fui. Ella me dijo: ‘Yo también, papá’”, cuenta Ramón Salinas, mientras su voz firme de hombre de campo lucha contra el parpadeo de sus ojos que delatan en cada palabra que está a punto de quebrarse. Cristian, a su lado, lo observa atento, mientras sus manos se mueven. Pareciera que no saben qué hacer.
“Era la regalona”, continúa Ramón, cuando recupera el aliento. Es que el hecho de ser la menor de cinco hermanos hizo que la atención de todos estuviera en ella. Sin embargo, lejos de ser la “niña consentida”, Anyela mostró desde siempre una personalidad diferente y una madurez que sorprendía. “Era una niña aplicada, metódica, ordenadita para sus cosas, desde el colegio. Cuando chica casi no jugaba porque prefería estar en la casa y estudiar”, relata el padre.
Y esos esfuerzos dieron frutos. Anyela fue la única en la familia que logró obtener un título universitario, cuando se recibió de Trabajo Social en la Universidad Bolivariana.
Su espíritu solidario no era nuevo. De religión adventista, siempre participó en las actividades de la Iglesia apoyando en lo que fuese necesario y aportando con su alegría. Incluso en momentos en que el tiempo que tenía no era demasiado, jamás dejó de lado su fe, algo por lo que Ramón, como todos en la familia, sienten orgullo. “Incluso ahora último ella se daba el tiempo. Cuando se hacían cosas para los niños sobre todo, como ella era muy aficionada a hacer manualidades cooperaba con eso”, dice Ramón y en ese momento su hermano toma la palabra.
Nervioso, pero con un orgullo que se percibe, asegura que la solidaridad de su hermana iba más allá de la iglesia. Cuenta que para ella, el bienestar de los demás incluso estaba por sobre el suyo.
Cristián, quien al igual que su padre la vio por última vez cuando pasó por su oficina en el Serviu un par de días antes, recuerda cómo Anyela fue en buena medida el soporte de todos en el momento más difícil de la familia, cuando murió su madre víctima de un cáncer al esófago. En ese tiempo, la menor de los Salinas, terminaba sus estudios de cuarto año medio con la especialidad de secretariado. “Fue muy difícil para todos los hermanos y para mi papá, para ella también, pero se levantó con más fuerza. Tenía la oportunidad de trabajar, pero mi papá decidió volver a Punitaqui, de donde nosotros veníamos y allá iba a estar solo. Sin embargo, Anyela no dejó que eso pasara y se fue a acompañarlo”, relata un emocionado Cristian Salinas. A su lado, Ramón asiente varias veces con la cabeza y no puede evitar intervenir. “Cuando era niña una vez me dijo que siempre me iba a cuidar y en ese minuto lo demostró”, dice, y baja la mirada, para reponerse en un par de segundos y volver a mirar al horizonte.
PARADOJAS DE LA VIDA
Pese al dolor de la partida, en la familia de Anyela existe la convicción de que murió haciendo lo que le gustaba. Su hermano Cristián es categórico. “Estaba muy enojada porque hace unas semanas estaba contemplado para ir al norte y a último minuto no pudo. Si había ido a ayudar a la gente de Vicuña hace unos días. Eso la tenia bien contenta”, dice Cristian. Y es que asegura que el trabajo social era una pasión y su labor de funcionaria pública era lo que la motivaba. De hecho, siempre trabajó en el Serviu, primero en labores administrativas y después en lo social. “A mi hermana la llamaron apenas salió del liceo, porque había hecho la práctica ahí, pero ella había preferido irse con mi papá, hasta que aceptó la pega. Estando ahí mismo, con harto esfuerzo pudo estudiar y sacar la carrera de Trabajo Social, eso es admirable”, relata, y en ese momento la puerta del salón en el que se desarrolla la entrevista se abre lentamente. Entra él. No estaba contemplado que asistiera, sin embargo, lo hizo. Es Elías Ramírez, esposo de Anyela.
Llegó en silencio. Tomó asiento en la silla que había estado desocupada, como esperando que él apareciera. No interrumpe y espera, paciente, para tomar la palabra y contar una historia de amor y compañerismo que terminó drásticamente el pasado jueves 9 de abril, un día que al igual que Ramón y Cristián jamás olvidará.
Anyela fue la mujer de su vida. Se conocieron en la Iglesia Adventista, y a él, además de su belleza física, le llamó la atención la fuerza con la que vivía su fe. Asegura que fue amor a primera vista. “Yo podría decir que me enamoré de ella cuando la vi. Tenía algo especial que no había visto en ninguna otra persona. Empezamos a pololear y después de eso no nos separamos nunca más”, cuenta Elías.
La relación no fue fácil en un comienzo. Durante mucho tiempo la mantuvieron en secreto. Ambos venían de familias estrictas y temían confesar lo que sucedía. Elías, aunque confiesa esas dificultades, hoy las atesora en su memoria como grandes recuerdos. “El que fuera algo como ‘prohibido’ le daba un tinte especial a la relación, era lindo, tenía algo de magia”, afirma y en ese minuto no se oye más que su voz y lo que queda entre palabra y palabra.
Llega un minuto en el que no puede contener la emoción. Las lágrimas afloran cuando recuerda el lugar en donde se encontraban en esos tiempos, el mismo en el que el pasado fin de semana le tocó despedirla para siempre. “Nos juntábamos en el cementerio”, cuenta, y la sensación de dolor y nostalgia se apodera de todo. No hay escapatoria.
EL ÚLTIMO BESO
Hicieron una vida juntos. Finalmente gritaron su amor al mundo, se casaron y tuvieron dos hijas con las que vivían en Ovalle y con las que la noche anterior a la tragedia estuvieron arreglando la maleta que Anyela llevaría rumbo al norte. Elías también recuerda la alegría que sentía su mujer al tener la oportunidad de viajar. “Estaba feliz, esa noche estuvimos preparando su equipaje con las niñas, conversando. Sí noté que estaba un poco ansiosa, en la madrugada se despertó varias veces pensando que era hora de levantarse para ir a La Serena desde donde partirían, después volvía a dormirse y despertaba de nuevo”, dice Elías, psicólogo, en el mismo lugar donde hace un mes junto a su mujer y otros familiares celebraron el que él por fin hubiese podido egresar de la carrera. “Es tan paradojal”, acota, mientras observa esas paredes que parecen devolverle la mirada.
Los últimos días han estado cargados de emoción. Siente que perdió lo que más amaba, pero encuentra consuelo en el legado de Anyela y también en haber estado con ella hasta el último minuto que pudo. Aquel trágico día se levantó con ella y la acompañó a tomar locomoción. Allí, entre el ajetreo de la mañana y el apuro cotidiano le dio el último beso. “Estaba oscuro, íbamos hablando del viaje y ni siquiera nos dimos cuenta cuando llegamos al paradero, ahí ella debía tomar el bus. Nos dijimos que nos queríamos, nos dimos tres besos muy rápidos y se subió. Fue la última vez que la vi”, relata el hombre, al que la existencia le cambió para siempre hace poco más de una semana. El hombre que acompañó hasta el último día a una de las víctimas del accidente de las ovallinas solidarias, cuyas vidas pasaron, pero cuya historia queda y la guardan ellos, quienes las vieron, quienes las conocieron. Quienes las amaron.
![[node-title]](https://i0.wp.com/diarioeldia.cl/sites/default/files/imagecache/fullscreen/foto_principal_154.jpg?resize=777%2C583)
Fuente: diarioeldia.cl